¿Nos gustó mucho? ¿Funciona como un Tres, Dos o Una Copa? ¿Su precio es justo o está sobrevaluado? ¿Acompaña bien muchos platos? Del resto, olvídese
Con esa subidita y bajadita de manos a la par, la gente puede dar su real opinión sobre la candidatura, la inflación, las teenagers de caro cuore, los reggae hop funk de Beastie Boys y lo necesario que es saber de vinos. Porque, estén donde estén, si no manejan de taquito el vocabulario escabiológico minimorum están expuestos al completo quemo. Piden, pues, algún adiestramiento, que yo cada vez trato de suministrarles con paciente buena voluntad.
Dado que el vino es ese zumo tinto o drinki blanco que, cuando comemos sentados a la mesa, todos beben por placer y no para curtir facha connaisseur, lo que debemos tener bien en claro y recordar preciso es el identikit de cierto número de vinos allí consumidos regularmente. La lista va aumentando poco a poco, a medida que uno come, prueba y bebe; al superar las treinta opciones podemos comportarnos y opinar autorizadamente como persona-que-sabe-de-vinos.
Los datos para tener bien en dedos (anotadas) y bien en mente (recordadas), sobre cada uno de estos treinta o más vinos, son: 1) si nos gustó mucho o maso; 2) si funciona como un tres copas (la primera nos hace desear una segunda y esa segunda, una tercera), como un dos copas (dejamos la segunda medio llena) o como una copa, aquella que nunca podemos terminar; 3) si su precio es justo, ya que algunas veces un vino muy caro es muy caro porque es muy caro (marketing) y no por superexcelencia o muy mejor; 4) finalmente, si acompaña bien muchos platos (versátil) o alguno en especial, y salseado cómo.
Este cuarto dato es diametral, pues salvo raras y precisas excepciones –el champagne, el oporto, el jerez, el glühwein alemán para esquiadores, el punch del Raj para viejitos ingleses mamertos y alguno más– el vino debe beberse siempre, y cobra su sentido pleno, en función de la comida. Por lo cual, el saber-de-vinos reclama en paralelo a un comensal amante del comer gourmet, nunca a un flaco o flaca de esos yo-de-esto-no-te-como-ni-loco, que se ufanan, cual refinamiento meritorio (la fashion anorexique), de negarse a comer hígado, ponele; callos madrileños, sesos, o mejillones a la marinera, pez rape, caracoles flambeados con armagnac, o la rústica chakchouka magrebí con calabacines o las ranas lunfas a la milanesa de Arturito.
En este punto, el inescrupuloso se encocora. "Todo eso que usted dice, ¿quién no lo sabe? –puntualiza medio furia–. Es muy obvio y resabido." Y yo lo corto: "Si ya lo sabía, ¿por qué cornos me intercepta y lo pregunta?" El saber sobre lo que importa realmente es siempre obvio. Sólo eso hay que saber para saber de vinos; y olvidarse del resto.
Por Miguel Brascó (La Nación Revista)
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